Los códigos éticos de los recaudadores de fondos en todo el mundo señalan que su trabajo no debe ser remunerado sobre la base de sus resultados, sino con salarios u honorarios fijos. Esta disposición parece ir contra una lógica elemental: si estos profesionales deben ofrecer resultados mensurables que sobrepasen su coste, ¿por qué no condicionar su remuneración a su desempeño?
Este razonamiento está muy extendido. Sobre todo entre los responsables de organizaciones que están acuciadas financieramente y no cuentan con recursos disponibles para pagar a un buen profesional y aguardar el tiempo suficiente para cosechar los resultados de su labor. También es una fuerte tentación para quienes no están seguros de que encontrarán un profesional competente, con lo que se curan en salud condicionando su coste a los resultados. Se plantea tanto a la hora de requerir los servicios de profesionales externos como de considerar su incorporación a la plantilla.
¿Por qué la deontología profesional prohíbe esta forma de remuneración que podría ser opción muy conveniente para tantas organizaciones incipientes o financieramente débiles? Me recuerda a esas prescripciones, como la prohibición de comer carne de vaca o cerdo entre los fieles de algunas religiones, que se dictaron hace tanto tiempo con razones prácticas de fondo que ya se han asumido sin que sus observantes sepan por qué motivo no han de hacerlo. Es un tabú y punto. De manera que conviene poner de manifiesto tales razones. Porque nadie está dispuesto a asumir la ética profesional con devoción religiosa, sin un fundamento racional que la sostenga.
La cuestión es que un programa de captación de fondos próspero debe tener una perspectiva estratégica. Debe tener los pies asentados firmemente sobre el suelo que pisan, pero la mirada puesta en el futuro. Si el sustento de un recaudador de fondos dependiera de lo que vaya consiguiendo, se orientaría indefectiblemente al corto plazo, a aquello que maximice los ingresos inmediatos aun en detrimento de cultivar las fuentes de ingresos a largo plazo. Así, tendería a aplazar la adopción de medidas que no produjeran un retorno rápido, como es el caso de la construcción de la marca de la organización o la apuesta por programas de pequeños donantes individuales cuya rentabilidad sólo se puede apreciar calculando su valor vitalicio.
Se favorecería, pues, un pensamiento tramposo y una visión miope que antepondría las necesidades personales a las de la organización. Además, propiciaría la rigidez funcional, el decir “esto no es asunto mío”, ya que el profesional no querría distraerse en aquellas tareas que no considerara remuneradoras. Además de ser una fuente de roces laborales, tal actitud cercena la creatividad y estrecha el enfoque de los problemas.
Otro grave inconveniente de la remuneración variable es que proporciona una motivación efímera. Es como la cafeína, que te despierta momentáneamente pero al poco tiempo desaparece su efecto. Corroe la motivación intrínseca por el trabajo, lo cual es especialmente pernicioso para el personal de plantilla. No hará el trabajo por la satisfacción de conseguir logros cada vez mayores y reconocimiento, sino por conseguir más dinero.
Quien ignore lo que esto representa a la larga podría decir: qué más da, si el dinero le impulsa a un desempeño eficaz. Esta idea se asienta en la falsa presunción de que el profesional, si es competente, obtendrá buenos resultados desde el comienzo o al cabo de poco tiempo. Esto no sucederá en casi ningún caso. Menos aún en esas organizaciones nuevas o poco profesionalizadas en las que está todo por hacer. El profesional en cuestión no sólo tendría que hacer su trabajo, sino también luchar denodadamente para que la organización se lo facilite. Su motivación inicial se esfumaría rápidamente al constatar las dificultades. Sólo los profesionales fuertemente comprometidos con su organización, con un vínculo emocional además de intelectual, pueden resistir las frustraciones que inevitablemente lleva aparejada la captación de fondos. El dinero no puede conseguirlo.
Incluso en el caso improbable de que el profesional consiguiera pronto grandes resultados y, por consiguiente, una elevada remuneración, ello no constituiría un factor de motivación importante, sino tan sólo un factor higiénico. Es decir, no se sentiría desmotivado por carecer de una remuneración suficiente, pero tampoco se sentiría especialmente motivado por el mero hecho de ganar mucho dinero, ya que está comprobado que no constituye la principal fuente de satisfacción de las personas a partir de determinado umbral.
En definitiva, lo que a simple vista parece una opción razonable introduciría en la organización una lógica perversa que minaría los cimientos de un sólido programa de captación de fondos. Conviene que lo tengamos presente para saber por qué no debemos caer en esa tentación.
Por Agustín Pérez
(Director de Ágora Social)
Este razonamiento está muy extendido. Sobre todo entre los responsables de organizaciones que están acuciadas financieramente y no cuentan con recursos disponibles para pagar a un buen profesional y aguardar el tiempo suficiente para cosechar los resultados de su labor. También es una fuerte tentación para quienes no están seguros de que encontrarán un profesional competente, con lo que se curan en salud condicionando su coste a los resultados. Se plantea tanto a la hora de requerir los servicios de profesionales externos como de considerar su incorporación a la plantilla.
¿Por qué la deontología profesional prohíbe esta forma de remuneración que podría ser opción muy conveniente para tantas organizaciones incipientes o financieramente débiles? Me recuerda a esas prescripciones, como la prohibición de comer carne de vaca o cerdo entre los fieles de algunas religiones, que se dictaron hace tanto tiempo con razones prácticas de fondo que ya se han asumido sin que sus observantes sepan por qué motivo no han de hacerlo. Es un tabú y punto. De manera que conviene poner de manifiesto tales razones. Porque nadie está dispuesto a asumir la ética profesional con devoción religiosa, sin un fundamento racional que la sostenga.
La cuestión es que un programa de captación de fondos próspero debe tener una perspectiva estratégica. Debe tener los pies asentados firmemente sobre el suelo que pisan, pero la mirada puesta en el futuro. Si el sustento de un recaudador de fondos dependiera de lo que vaya consiguiendo, se orientaría indefectiblemente al corto plazo, a aquello que maximice los ingresos inmediatos aun en detrimento de cultivar las fuentes de ingresos a largo plazo. Así, tendería a aplazar la adopción de medidas que no produjeran un retorno rápido, como es el caso de la construcción de la marca de la organización o la apuesta por programas de pequeños donantes individuales cuya rentabilidad sólo se puede apreciar calculando su valor vitalicio.
Se favorecería, pues, un pensamiento tramposo y una visión miope que antepondría las necesidades personales a las de la organización. Además, propiciaría la rigidez funcional, el decir “esto no es asunto mío”, ya que el profesional no querría distraerse en aquellas tareas que no considerara remuneradoras. Además de ser una fuente de roces laborales, tal actitud cercena la creatividad y estrecha el enfoque de los problemas.
Otro grave inconveniente de la remuneración variable es que proporciona una motivación efímera. Es como la cafeína, que te despierta momentáneamente pero al poco tiempo desaparece su efecto. Corroe la motivación intrínseca por el trabajo, lo cual es especialmente pernicioso para el personal de plantilla. No hará el trabajo por la satisfacción de conseguir logros cada vez mayores y reconocimiento, sino por conseguir más dinero.
Quien ignore lo que esto representa a la larga podría decir: qué más da, si el dinero le impulsa a un desempeño eficaz. Esta idea se asienta en la falsa presunción de que el profesional, si es competente, obtendrá buenos resultados desde el comienzo o al cabo de poco tiempo. Esto no sucederá en casi ningún caso. Menos aún en esas organizaciones nuevas o poco profesionalizadas en las que está todo por hacer. El profesional en cuestión no sólo tendría que hacer su trabajo, sino también luchar denodadamente para que la organización se lo facilite. Su motivación inicial se esfumaría rápidamente al constatar las dificultades. Sólo los profesionales fuertemente comprometidos con su organización, con un vínculo emocional además de intelectual, pueden resistir las frustraciones que inevitablemente lleva aparejada la captación de fondos. El dinero no puede conseguirlo.
Incluso en el caso improbable de que el profesional consiguiera pronto grandes resultados y, por consiguiente, una elevada remuneración, ello no constituiría un factor de motivación importante, sino tan sólo un factor higiénico. Es decir, no se sentiría desmotivado por carecer de una remuneración suficiente, pero tampoco se sentiría especialmente motivado por el mero hecho de ganar mucho dinero, ya que está comprobado que no constituye la principal fuente de satisfacción de las personas a partir de determinado umbral.
En definitiva, lo que a simple vista parece una opción razonable introduciría en la organización una lógica perversa que minaría los cimientos de un sólido programa de captación de fondos. Conviene que lo tengamos presente para saber por qué no debemos caer en esa tentación.
Por Agustín Pérez
(Director de Ágora Social)
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