Vivimos en unos tiempos en los que cada vez que se quiere enfatizar algo, se utilizan expresiones del tipo:”la madre de todas las batallas”, “el derby del siglo”, aunque se hubiera jugado otro similar el año pasado, “sin precedentes”, etc. Estas expresiones se utilizan, sin duda, para captar la atención de una audiencia cada vez más esquiva. Sin embargo, la actual crisis económico-financiera es probable que se merezca un epíteto similar.
Es la primera vez en décadas que, a la vez, se derrumba el sistema financiero de la primera potencia mundial, las pérdidas económicas son enormes (casi 400.000 millones de dólares), la economía retrocede en todos los países de manera drástica (hasta un 12% en Japón en 2008), y todo sucede, además, en un contexto globalizado. Los problemas se han extendido como la más letal de las metástasis.
Nuestro país, por otra parte, no es menos sensible a esta situación. De estar casi en el pleno empleo en 2007, alcanzaremos los 4,5 millones de parados a finales de año. De tener la economía más pujante de Europa, a decrecer casi un 3%. Nuestro sector financiero, que aparentaba ser de los más fuertes del sistema internacional, comienza a hacer aguas. Los hogares sin un solo empleo alcanzan cifras de hace 15 años.
Al fondo del túnel, en lugar de vislumbrarse la salida, se nos aparece un tren de mercancías a toda velocidad: la deflación, el coco de los economistas. La antesala de una posible depresión.
Lo que parecía ser algo temporal (se intuía, quizá con más fe que otra cosa, la salida para el segundo semestre de este año, o primeros de 2010) amenaza seriamente con convertirse en un vía crucis de más de cinco años, en el que los españoles afrontaremos verdaderos sacrificios después de quince años de “vida alegre” para una gran mayoría.
Las preguntas son evidentes: ¿nadie lo había previsto? ¿Nos hemos vuelto todos locos? ¿Cuáles son las posibles soluciones?
Lo cierto es que, si hay alguna certeza, es que no hay certeza alguna. Cuando cayó el telón de acero alguien dijo que “se acabaron las certezas”. El resto es conocido: Fukuyama auguró “el fin de la historia”, un estado en el que el mercado por sí solo establecería las reglas del juego de una democracia de carácter liberal y de alcance mundial, eterna e infinita, que aseguraría la riqueza, la libertad y la igualdad de oportunidades.
Se adueñó del mundo el pensamiento único. Sin embargo, hoy el pensamiento es cualquier cosa menos único, y no sé siquiera si es pensamiento. La derecha nacionaliza bancos, la izquierda coquetea con el neoliberalismo, etc.
Si hay algo claro, es que el famoso homo economicus de Adam Smith, y los fundadores de la economía clásica, se parece bastante poco a cualquiera de las personas descritas. Y es que la propia teoría económica, moral y política describía un mundo, la democracia y la economía de corte liberal, que era para un tipo de persona que, probablemente, nunca haya existido. La que se autorregula por el bien de los demás.
Y es que, probablemente, el ser humano no toma demasiadas decisiones racionales, sino, más bien, orientadas por la satisfacción de necesidades del corto plazo. Al fin y al cabo, hasta hace poco más de diez mil años competíamos con los tigres de dientes de sable, los osos cavernarios, las manadas de hienas o los mamuts por algo tan elemental como la comida.
La economía del comportamiento lleva cerca de treinta años analizando este tipo de decisiones. Y ha descubierto que, de hecho, las decisiones sobre aspectos económicos que nos afectan en nuestra vida cotidiana suelen tomarse bajo criterios muy distintos a los racionales: creencias, especulaciones, expectativas, principios o valores pesan mucho más en las decisiones de carácter económico de lo que parece.
En el caso del tercer sector, todo esto tiene gran relevancia. Si la economía familiar se resiente y esto dura varios años, es muy probable que reduzcan sus aportaciones a las entidades no lucrativas. O no, si resulta que el criterio económico no es el más importante a la hora de decidir sobre el tipo e importe de su colaboración con una ONG.
De hecho, es muy probable que no sea así, y que la decisión obedezca a aspectos muy arraigados en nuestro subconsciente sumamente importantes, dado que parece que determinan, al menos hasta cierto punto, nuestra forma de percibir, incluso de crear la realidad.
Son los marcos de referencia. Concepto utilizado ampliamente en la neurolingüística, desarrollado por George Lakoff, nos sugiere que las decisiones de carácter moral se toman a partir de dos marcos dominantes: el estricto, basado en la disciplina y la justicia retributiva, que se podría resumir en la frase “consigues lo que te mereces”, y el protector, centrado en la empatía y la corresponsabilidad, que se podría concretar en “no hay derecho que no todos tengan las mismas oportunidades”.
Si aplicamos esta teoría, de probada eficacia en al menos seis elecciones presidenciales estadounidenses, a la captación de fondos, en estas circunstancias no habría que dejar de pedir la colaboración económica. Al contrario, habría que apelar al gran impacto que semejante crisis supone para mucha más gente y al sentido de responsabilidad que ya tienen quienes colaboran en la actualidad. En paralelo, se podría resaltar la relevancia de unos valores hasta cierto punto denostados en los últimos años y en los efectos de haber otorgado mayor importancia a los valores equivocados.
Publicado por: Víctor Pinto, Ágora Social
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