En la época en la que fui responsable de captación de fondos de Amnistía Internacional - España, más de una vez me llevé una decepción cuando presentaba a mis compañeros, todo ufano, los bocetos de una nueva campaña publicitaria recién salida del horno de la agencia y algunos encontraban que estaban demasiado cargadas las tintas en movilizar las emociones de la audiencia. La controversia estaba servida una vez más: ¿es lícito tocar el corazón de la gente o debemos limitarnos a conectar con sus mentes? ¿Cuándo la dosis adecuada de sentimientos se convierte en censurable sensiblería?La polémica no parece resoluble dado que la publicidad se suele valorar desde la impresión subjetiva que provocan los anuncios en cada individuo. Y ya se sabe, en cuestión de gustos, no hay nada escrito. Siempre he tratado de ver la publicidad al margen de mis preferencias personales, pero es cierto que resulta imposible ser totalmente objetivo. No podemos desprendernos en nuestro análisis de las sensaciones que impregnan nuestra percepción. Pero con todas las limitaciones que tengamos para realizar un frío análisis y la natural tendencia a defender el fruto del propio trabajo, he mantenido en los últimos tiempos la convicción de que la verdad se halla siempre en un punto intermedio entre las posiciones extremadas. Aplicado este principio a la publicidad social, pienso que debemos encontrar un equilibrio adecuado entre lo emocional y lo racional, una suerte de aristotélica proporción áurea.
La moderna psicología, de la cual los publicistas andan al corriente, nos dice que lo racional informa, pero es lo emocional lo que mueve a la acción. Lo dice la propia etimología de emoción, que viene del latín emotio-onis, el impulso que induce a la acción. Un mensaje racional proporciona los datos necesarios para propiciar una conducta reflexiva, informada. Pero es su componente emocional el que impulsa el movimiento.
Déjame que ilustre esta idea un tanto abstracta con una anécdota de uno de los propietarios de la agencia publicitaria Saatchi & Saatchi: Un ciego estaba pidiendo limosna en Central Park. Cuando pasó a su lado Saatchi, le preguntó qué tal se le estaba dando. El ciego se lamentó de que ese día los transeúntes no querían saber nada de él. Saatchi examinó el cartel que portaba y que simplemente decía: “Soy ciego”. Le preguntó si no tenía inconveniente en que añadiera algo al cartel, a lo que el ciego accedió. Se marchó y pasó de nuevo a su lado unas horas después. Le preguntó si la cosa marchaba mejor. El ciego le dijo que, para su sorpresa, mucha gente le estaba dejando monedas. De modo que le preguntó qué es lo que había escrito en el cartel. Éste decía ahora: “Es primavera y soy ciego”.
De la misma manera, cuando una ONG pide apoyo a la gente para luchar contra la pobreza, la tortura o cualquier otro mal social, no puede limitarse a informar. De hecho, la gente suele saber de su existencia y considera que alguien debe hacer algo para remediarlo. Lo que la mantiene un tanto indolente no es la falta de información, de la que muchas personas están sobradas, sino la falta de motivación por tomar cartas en el asunto. De modo que ésta es la tecla que hay que pulsar.
Pero tocar la fibra sensible sin informar adecuadamente o, peor aún, distorsionando la realidad, es falta al respeto de la audiencia. Por eso se requiere una dosis equilibrada de ambos ingredientes. La información sin emoción deja frío. La emoción sin información es manipulación.
Podemos encontrar seguramente ejemplos de publicidad social un tanto descompensada en uno u otro sentido. Pero estoy convencido de que las ONG deben trabajar mejor el aspecto emocional de sus mensajes, tal vez con planteamientos más sutiles, más sugerentes. También recurriendo más a estimular las emociones positivas, ya que provocar la lágrima fácil puede encallecer al público. Y manejando un mayor repertorio de emociones, como la satisfacción por hacer algo socialmente útil y la autoestima, no sólo la apelación a la compasión.
No hay más que echar un vistazo a la publicidad comercial para ver que las empresas sí se toman en serio las emociones de la gente. Resulta paradójico ver más sentimiento en una cierta compañía eléctrica que se presenta como una gran familia, en una caja de ahorros dispuesta a escucharte como el mejor de los amigos o en un refresco en el que se ha transustanciado la felicidad. Debería ser al contrario, las organizaciones de carácter misional, que se rigen por valores, deberían preocuparse más por conectar con los sentimientos de las personas.
Ya lo decía el filósofo Max Scheler: "Las cosas son percibidas, los conceptos son pensados, los valores son sentidos". Si los valores nos guían verdaderamente, no debemos proclamarlos, sino rezumarlos por todos los poros.
Publicado por: Agustín Pérez / Director de Ágora Social
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